lunes, junio 13, 2005

El hombre que plantó árboles y creció felicidad

El hombre que plantó árboles y creció felicidad

Si uno quiere descubrir cualidades realmente excepcionales en el
carácter de un ser humano, debe tener el tiempo o la oportunidad de
observar su comportamiento durante varios años. Si este comportamiento
no es egoísta, si está presidido por una generosidad sin límites, si
es tan obvio que no hay afán de recompensa, y además ha dejado una
huella visible en la tierra, entonces no cabe equivocación posible.

Hace cuarenta años hice un largo viaje a pie a través de montañas
completamente desconocidas por los turistas, atravesando la antigua
región donde los Alpes franceses penetran en la Provenza. Cuando
empecé mi viaje por aquel lugar todo era estéril y sin color, y la
única cosa que crecía era la planta conocida como lavanda silvestre.

Cuando me aproximaba al punto más elevado de mi viaje, y tras caminar
durante tres días, me encontré en medio de una desolación absoluta y
acampé cerca de los vestigios de un pueblo abandonado. Me había
quedado sin agua el día anterior, y por lo tanto necesitaba encontrar
algo de ella. Aquel grupo de casas, aunque arruinadas como un viejo
nido de avispas, sugerían que una vez hubo allí un pozo o una fuente.
La había, desde luego, pero estaba seca. Las cinco o seis casas sin
tejados, comidas por el viento y la lluvia, la pequeña capilla con su
campanario desmoronándose, estaban allí, aparentemente como en un
pueblo con vida, pero ésta había desaparecido.

Era un día de junio precioso, brillante y soleado, pero sobre aquella
tierra desguarnecida el viento soplaba, alto en el cielo, con una
ferocidad insoportable. Gruñía sobre los cadáveres de las casas como
un león interrumpido en su comida... Tenía que cambiar mi campamento.

Tras cinco horas de andar, todavía no había hallado agua y no existía
señal alguna que me diera esperanzas de encontrarla. En todo el
derredor reinaban la misma sequedad, las mismas hierbas toscas. Me
pareció vislumbrar en la distancia una pequeña silueta negra vertical,
que parecía el tronco de un árbol solitario. De todas formas me dirigí
hacia él. Era un pastor. Treinta ovejas estaban sentadas cerca de él
sobre la ardiente tierra.

Me dio un sorbo de su calabaza-cantimplora, y poco después me llevó a
su cabaña en un pliegue del llano. Conseguía el agua -agua excelente-
de un pozo natural y profundo encima del cual había construido un
primitivo torno.

El hombre hablaba poco, como es costumbre de aquellos que viven solos,
pero sentí que estaba seguro de sí mismo, y confiado en su seguridad.
Para mí esto era sorprendente en ese país estéril. No vivía en una
cabaña, sino en una casita hecha de piedra, evidenciadora del trabajo
que él le había dedicado para rehacer la ruina que debió encontrar
cuando llegó. El tejado era fuerte y sólido. Y el viento, al soplar
sobre él, recordaba el sonido de las olas del mar rompiendo en la playa.

La casa estaba ordenada, los platos lavados, el suelo barrido, su
rifle engrasado, su sopa hirviendo en el fuego. Noté que estaba bien
afeitado, que todos sus botones estaban bien cosidos y que su ropa
había sido remendada con el meticuloso esmero que oculta los
remiendos. Compartimos la sopa, y después, cuando le ofrecí mi petaca
de tabaco, me dijo que no fumaba. Su perro, tan silencioso como él,
era amigable sin ser servil.

Desde el principio se daba por supuesto que yo pasaría la noche allí.
El pueblo más cercano estaba a un día y medio de distancia. Además, ya
conocía perfectamente el tipo de pueblo de aquella región... Había
cuatro o cinco más de ellos bien esparcidos por las faldas de las
montañas, entre agrupaciones de robles albares, al final de carreteras
polvorientas. Estaban habitadas por carboneros, cuya convivencia no
era muy buena. Las familias, que vivían juntas y apretujadas en un
clima excesivamente severo, tanto en invierno como en verano, no
encontraban solución al incesante conflicto de personalidades. La
ambición territorial llegaba a unas proporciones desmesuradas, en el
deseo continuo de escapar del ambiente. Los hombres vendían sus
carretillas de carbón en el pueblo más importante de la zona y
regresaban. Las personalidades más recias se limaban entre la rutina
cotidiana. Las mujeres, por su parte, alimentaban sus rencores.
Existía rivalidad en todo, desde el precio del carbón al banco de la
iglesia. Y encima de todo estaba el viento, también incesante, que
crispaba los nervios. Había epidemias de suicidio y casos frecuentes
de locura, a menudo homicida.

Había transcurrido una parte de la velada cuando el pastor fue a
buscar un saquito del que vertió una montañita de bellotas sobre la
mesa. Empezó a mirarlas una por una, con gran concentración, separando
las buenas de las malas. Yo fumaba en mi pipa. Me ofrecí para
ayudarle. Pero me dijo que era su trabajo. Y de hecho, viendo el
cuidado que le dedicaba, no insistí. Esa fue toda nuestra
conversación. Cuando ya hubo separado una cantidad suficiente de
bellotas buenas, las separó de diez en diez, mientras iba quitando las
más pequeñas o las que tenían grietas, pues ahora las examinaba más
detenidamente. Cuando hubo seleccionado cien bellotas perfectas,
descansó y se fue a dormir.

Se sentía una gran paz estando con ese hombre, y al día siguiente le
pregunté si podía quedarme allí otro día más. Él lo encontró natural,
o para ser más preciso, me dio la impresión de que no había nada que
pudiera alterarle. Yo no quería quedarme para descansar, sino porque
me interesó ese hombre y quería conocerle mejor. Él abrió el redil y
llevó su rebaño a pastar. Antes de partir, sumergió su saco de
bellotas en un cubo de agua.

Me di cuenta de que en lugar de cayado, se llevó una varilla de hierro
tan gruesa como mi pulgar y de metro y medio de largo. Andando
relajadamente, seguí un camino paralelo al suyo sin que me viera. Su
rebaño se quedó en un valle. Él lo dejó a cargo del perro, y vino
hacia donde yo me encontraba. Tuve miedo de que me quisiera censurarme
por mi indiscreción, pero no se trataba de eso en absoluto: iba en esa
dirección y me invitó a ir con él si no tenía nada mejor que hacer.
Subimos a la cresta de la montaña, a unos cien metros.

Allí empezó a clavar su varilla de hierro en la tierra, haciendo un
agujero en el que introducía una bellota para cubrir después el
agujero. Estaba plantando un roble. Le pregunté si esa tierra le
pertenecía, pero me dijo que no. ¿Sabía de quién era?. No tampoco.
Suponía que era propiedad de la comunidad, o tal vez pertenecía a
gente desconocida. No le importaba en absoluto saber de quién era.
Plantó las bellotas con el máximo esmero. Después de la comida del
mediodía reemprendió su siembra. Deduzco que fui bastante insistente
en mis preguntas, pues accedió a responderme. Había estado plantado
cien árboles al día durante tres años en aquel desierto. Había
plantado unos cien mil. De aquellos, sólo veinte mil habían brotado.
De éstos esperaba perder la mitad por culpa de los roedores o por los
designios imprevisibles de la Providencia. Al final quedarían diez mil
robles para crecer donde antes no había crecido nada.

Entonces fue cuando empecé a calcular la edad que podría tener ese
hombre. Era evidentemente mayor de cincuenta años. Cincuenta y cinco
me dijo. Su nombre era Elzeard Bouffier. Había tenido en otro tiempo
una granja en el llano, donde tenía organizada su vida. Perdió su
único hijo, y luego a su mujer. Se había retirado en soledad, y su
ilusión era vivir tranquilamente con sus ovejas y su perro. Opinaba
que la tierra estaba muriendo por falta de árboles. Y añadió que como
no tenía ninguna obligación importante, había decidido remediar esta
situación.

Como en esa época, a pesar de mi juventud, yo llevaba una vida
solitaria, sabía entender también a los espíritus solitarios. Pero
precisamente mi juventud me empujaba a considerar el futuro en
relación a mí mismo y a cierta búsqueda de la felicidad. Le dije que
en treinta años sus robles serían magníficos. Él me respondió
sencillamente que, si Dios le conservaba la vida, en treinta años
plantaría tantos más, y que los diez mil de ahora no serían más que
una gotita de agua en el mar.

Además, ahora estaba estudiando la reproducción de las hayas y tenía
un semillero con hayucos creciendo cerca de su casita. Las plantitas,
que protegía de las ovejas con una valla, eran preciosas. También
estaba considerando plantar abedules en los valles donde había algo de
humedad cerca de la superficie de la tierra.

Al día siguiente nos separamos.

Un año más tarde empezó la Primera Guerra Mundial, en la que yo estuve
enrolado durante los siguientes cinco años. Un ´soldado de infanteríaª
apenas tenía tiempo de pensar en árboles, y a decir verdad, la cosa en
sí hizo poca impresión en mí. La había considerado como una afición,
algo parecido a una colección de sellos, y la olvidé.

Al terminar la guerra sólo tenía dos cosas: una pequeña indemnización
por la desmovilización, y un gran deseo de respirar aire fresco
durante un tiempo. Y me parece que únicamente con este motivo tomé de nuevo la carretera hacia la ´tierra estérilª.

El paisaje no había cambiado. Sin embargo, más allá del pueblo
abandonado, vislumbré en la distancia un cierto tipo de niebla gris
que cubría las cumbres de las montañas como una alfombra. El día
anterior había empezado de pronto a recordar al pastor que plantaba
árboles. ´Diez mil robles -pensaba- ocupan realmente bastante
espacioª. Como había visto morir a tantos hombres durante aquellos
cinco años, no esperaba hallar a Elzeard Bouffier con vida,
especialmente porque a los veinte años uno considera a los hombres de
más de cincuenta como personas viejas preparándose para morir... Pero
no estaba muerto, sino más bien todo lo contrario: se le veía
extremadamente ágil y despejado: había cambiado sus ocupaciones y
ahora tenía solamente cuatro ovejas, pero en cambio cien colmenas. Se
deshizo de las ovejas porque amenazaban los árboles jóvenes. Me dijo
-y vi por mí mismo- que la guerra no le había molestado en absoluto.
Había continuado plantando árboles imperturbablemente. Los robles de
1.910 tenían entonces diez años y eran más altos que cualquiera de
nosotros dos. Ofrecían un espectáculo impresionante. Me quedé con la
boca abierta, y como él tampoco hablaba, pasamos el día en entero
silencio por su bosque. Las tres secciones medían once kilómetros de
largo y tres de ancho. Al recordar que todo esto había brotado de las
manos y del alma de un hombre solo, sin recursos técnicos, uno se daba
cuenta de que los humanos pueden ser también efectivos en términos
opuestos a los de la destrucción...

Había perseverado en su plan, y hayas más altas que mis hombros,
extendidas hasta el límite de la vista, lo confirmaban. Me enseñó
bellos parajes con abedules sembrados hacía cinco años (es decir, en
1.915), cuando yo estaba luchando en Verdún. Los había plantado en
todos los valles en los que había intuido -acertadamente- que existía
humedad casi en la superficie de la tierra. Eran delicados como chicas
jóvenes, y estaban además muy bien establecidos.

Parecía también que la naturaleza había efectuado por su cuenta una
serie de cambios y reacciones, aunque él no las buscaba, pues tan sólo
proseguía con determinación y simplicidad en su trabajo. Cuando
volvimos al pueblo, vi agua corriendo en los riachuelos que habían
permanecido secos en la memoria de todos los hombres de aquella zona.
Este fue el resultado más impresionante de toda la serie de
reacciones: los arroyos secos hacía mucho tiempo corrían ahora con un
caudal de agua fresca. Algunos de los pueblos lúgubres que menciono
anteriormente se edificaron en sitios donde los romanos habían
construido sus poblados, cuyos trazos aún permanecían. Y arqueólogos
que habían explorado la zona habían encontrado anzuelos donde en el
siglo XX se necesitaban cisternas para asegurar un mínimo
abastecimiento de agua.

El viento también ayudó a esparcir semillas. Y al mismo tiempo que
apareció el agua, también lo hicieron sauces, juncos, prados,
jardines, flores y una cierta razón de existir. Pero la transformación
se había desarrollado tan gradualmente que pudo ser asumida sin causar
asombro. Cazadores adentrándose en la espesura en busca de liebres o
jabalíes, notaron evidentemente el crecimiento repentino de pequeños
árboles, pero lo atribuían a un capricho de la naturaleza. Por eso
nadie se entrometió con el trabajo de Elzeard Bouffier. Si él hubiera
sido detectado, habría tenido oposición. Pero era indetectable. Ningún
habitante de los pueblos, ni nadie de la administración de la
provincia, habría imaginado una generosidad tan magnífica y perseverante.

Para tener una idea más precisa de este excepcional carácter no hay
que olvidar que Elzeard trabajó en una soledad total, tan total que
hacía el final de su vida perdió el hábito de hablar, quizá porque no
vio la necesidad de éste.

En 1.933 recibió la visita de un guardabosques que le notificó una
orden prohibiendo encender fuego, por miedo a poner en peligro el
crecimiento de este bosque natural. Esta era la primera vez -le dijo
el hombre- que había visto crecer un bosque espontáneamente. En ese
momento, Bouffier pensaba plantar hayas en un lugar a 12 Km. de su
casa, y para evitar las ideas y venidas (pues contaba entonces 75 años
de edad), planeó construir una cabaña de piedra en la plantación. Y
así lo hizo al año siguiente.

En 1.935 una delegación del gobierno se desplazó para examinar el
´bosque naturalª. La componían un alto cargo del Servicio de Bosques,
un diputado y varios técnicos. Se estableció un largo diálogo
completamente inútil, decidiéndose finalmente que algo se debía
hacer... y afortunadamente no se hizo nada, salvo una única cosa que
resultó útil: todo el bosque se puso bajo la protección estatal, y la
obtención del carbón a partir de los árboles quedó prohibida. De hecho
era imposible no dejarse cautivar por la belleza de aquellos jóvenes
árboles llenos de energía, que a buen seguro hechizaron al diputado.

Un amigo mío se encontraba entre los guardabosques de esa delegación y
le expliqué el misterio. Un día de la semana siguiente fuimos a ver a
Elzeard Bouffier. Lo encontramos trabajando duro, a unos diez
kilómetros de donde había tenido lugar la inspección.

El guardabosques sabía valorar las cosas, pues sabía cómo mantenerse
en silencio. Yo le entregué a Elzeard los huevos que traía de regalo.
Compartimos la comida entre los tres y después pasamos varias horas en
contemplación silenciosa del paisaje...

En la misma dirección en la que habíamos venido, las laderas estaban
cubiertas de árboles de seis a siete metros de altura. Al verlos
recordaba aún el aspecto de la tierra en 1.913, un desierto... y
ahora, una labor regular y tranquila, el aire de la montaña fresco y
vigoroso, equilibrio y, sobre todo, la serenidad de espíritu, habían
otorgado a este hombre anciano una salud maravillosa. Me pregunté
cuántas hectáreas más de tierra iba a cubrir con árboles.

Antes de marcharse, mi amigo hizo una sugerencia breve sobre ciertas
especies de árboles para los que el suelo de la zona estaba
especialmente preparado. No fue muy insistente; ´por la buena razón
-me dijo más tarde- de que Bouffier sabe de ello más que yoª. Pero,
tras andar un rato y darle vueltas en su mente, añadió: ´¡y sabe mucho
más que cualquier persona, pues ha descubierto una forma maravillosa
de ser feliz!ª.

Fue gracias a ese hombre que no sólo la zona, sino también la
felicidad de Bouffier fue protegida. Delegó tres guardabosques para el
trabajo de proteger la foresta, y les conminó a resistir y rehusar las
botellas de vino, el soborno de los carboneros.

El único peligro serio ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial. Como
los coches funcionaban con gasógeno, mediante generadores que quemaban
madera, nunca había leña suficiente. La tala de robles empezó en
1.940, pero la zona estaba tan lejos de cualquier estación de tren que
no hubo peligro. El pastor no se enteraba de nada. Estaba a treinta
kilómetros, plantando tranquilamente, ajeno a la guerra de 1.939 como
había ignorado la de 1.914.

Vi a Elzeard Bouffier por última vez en junio de 1.945. Tenía entonces
ochenta y siete años. Volví a recorrer el camino de la ´tierra
estérilª; pero ahora en lugar del desorden que la guerra había causado
en el país, un autobús regular unía el valle del Durance y la montaña.
No reconocí la zona, y lo atribuí a la relativa rapidez del autobús...
Hasta que vi el nombre del pueblo no me convencí de que me hallaba
realmente en aquella región, donde antes sólo había ruinas y soledad.

El autobús me dejó en Vergons. En 1.913 este pueblecito de diez o doce
casas tenía tres habitantes, criaturas algo atrasadas que casi se
odiaban una a otra, subsistiendo de atrapar animales con trampas,
próximas a las condiciones del hombre primitivo. Todos los alrededores
estaban llenos de ortigas que serpenteaban por los restos de las casas
abandonadas. Su condición era desesperanzadora, y una situación así
raramente predispone a la virtud.

Todo había cambiado, incluso el aire. En vez de los vientos secos y
ásperos que solían soplar, ahora corría una brisa suave y perfumada.
Un sonido como de agua venía de la montaña. Era el viento en el
bosque; pero más asombro era escuchar el auténtico sonido del agua
moviéndose en los arroyos y remansos. Vi que se había construido una
fuente que manaba con alegre murmullo, y lo que me sorprendió más fue
que alguien había plantado un tilo a su lado, un tilo que debería
tener cuatro años, ya en plena floración, como símbolo irrebatible de
renacimiento.

Además, Vergons era el resultado de ese tipo de trabajo que necesita
esperanza, la esperanza que había vuelto. Las ruinas y las murallas ya
no estaban, y cinco casas habían sido restauradas. Ahora había
veinticinco habitantes. Cuatro de ellos eran jóvenes parejas. Las
nuevas casas, recién encaladas, estaban rodeadas por jardines donde
crecían vegetales y flores en una ordenada confusión. Repollos y
rosas, puerros y margaritas, apios y anémonas hacían al pueblo ideal
para vivir.

Desde ese sitio seguí a pie. La guerra, al terminar, no había
permitido el florecimiento completo de la vida, pero el espíritu de
Elzeard permanecía allí. En las laderas bajas ví pequeños campos de
cebada y de arroz; y en el fondo del valle verdeaban los prados.

Sólo fueron necesarios ocho años desde entonces para que todo el
paisaje brillara con salud y prosperidad. Donde antes había ruinas,
ahora se encontraban granjas; los viejos riachuelos, alimentados por
las lluvias y las nieves que el bosque atrae, fluían de nuevo. Sus
aguas alimentaban fuentes y desembocan sobre alfombras de menta
fresca. Poco a poco, los pueblecitos se habían revitalizado. Gentes de
otros lugares donde la tierra era más cara se habían instalado allí,
aportando su juventud y su movilidad. Por las calles uno se topaba con
hombres y mujeres vivos, chicos y chicas que empezaban a reír y que
habían recuperado el gusto por las excursiones. Si contábamos la
población anterior, irreconocible ahora que gozaba de cierta
comodidad, más de diez mil personas debían en parte su felicidad a
Elzeard Bouffier.

Por eso, cuando reflexiono sobre aquel hombre armado únicamente por
sus fuerzas físicas y morales, capaz de hacer surgir del desierto esa
tierra de Canán, me convenzo de que a pesar de todo la humanidad es
admirable. Cuando reconstruyo la arrebatadora grandeza de espíritu y
la tenacidad y benevolencia necesaria para dar lugar a aquel fruto, me
invade un respeto sin límites por aquel hombre anciano y supuestamente
analfabeto, un ser que completó una tarea digna de Dios.

(Elzeard Bouffier murió pacíficamente en 1.947 en el hospicio de Banon).
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Nos contesto el compañero Alejandro del Grupo Ambiental-Mexico acerca de este relato, copio y pego el mensaje enviado

Hola Rosalio y saludos a tod@s (omito acentos intencionalmente):

La historia de 'El hombre que planto arboles' es una historia ficticia del frances Jean Giono (ver la pagina web con su biografia, obras y demas informacion en ingles: http://pages.videotron.com/poibru/giono/). La historia que se encuentra en el link que mandaste, es la traduccion del original frances que se puede leer bellamente en (http://www3.sympatico.ca/ismu/Jean_Giono.html).

Fue una historia por encargo que se le pidio a Giono en 1953.En principio fue rechazada y posteriormente la publico la revista Vogue. Tiempo despues Giono tuvo problemas con los publicistas originales porque este quiso donar los derechos de propiedad intelctual al publico en general, pero pudo mas el asunto monetario. Actualmente la historia se publica impresa por otra editorial (Chelsea Green Publishers) pero que no es la duenna original de los derechos (no me pregunten acerca de los tratos legales para poder realizar tal cuestion). Y en 1983 se realizo una pelicula en Canada con el tema de la historia.

'El hombre que planto arboles' es un relato corto (en su sentido literario) que brinda un breve marco historico para situar a sus personajes en un ambiente de cambios sociales (primera y segunda guerras mundiales), al tiempo que logra relacionar perfectamente la concepcion del cambio con la esencia del ser humano en relacion a su propio desarrollo (generosidad, egoismo, cambios demograficos, etc), y en intimo desarrollo con la naturaleza. Las hipotesis de Giono que subyacen en su narrativa pueden ser leidas -desde mi version- como la capacidad regenerativa de la naturaleza a traves de un largo proceso (aunque el tiempo, como lo demostro, Einstein es relativo), y a la vez mostrar que la inter-accion del ser humano puede colaborar a su destruccion o su re-creacion en donde puede jugar un papel determinante para su propio bienestar.

En este sentido, las concepciones de la naturaleza como casa, e incluso como gaia, pueden leerse en el substrato del texto. Ademas, desde el punto de vista filosofico, Giono propone una alternativa de felicidad ultima en el ser humano desde dos perspectivas diferentes: a) la felicidad individual representada en Elzeard Bouffier a traves de su accion cotidiana, intuitiva, observadora (como cuando cambia su hato de ovejas por colmenas o intuye donde se encuentra la mejor humedad para sembrar) pero sobre todo constante y organizada (en tono, por cierto, a los mensajes ultimos que han circulado por la lista). b) y el impacto de esta accion individual en la posible felicidad colectiva, cuando luego del aparente 'desierto' (segun la perspectiva del primer actor del texto, ya que la lectura profunda demuestra la potencialidad de la tierra como generadora de un valle de lavandes sauvages y lo que ellas esconden, o sea la capacidad regenerativa y regeneradora de la tierra), la poblacion
vuelve a regresar a ese valle que posiblemente otros pobladores dejaron por haber modificado tal ecosistema al punto de hacerlo inhabitable.

No obstante, Giono no demuestra ingenuidad ni termina el texto en color rosa... al contrario, a tres cuartos del camino vuelve a sumergir su historia en los contextos de la accion humana y social en donde la corrupcion y las formas institucionales de gobierno tienen lugar, insinuando que los cambios que llevaron annos para tener un bosque de altura mediana puede terminar rapidamente a causa nuevamente de la accion humana. Para Giono, segun lo leo, la capacidad del ser humano utilizando sus recursos fisicos y morales, pueden generar en este una condicion admirable con impacto en lo social, siempre y cuando la organizacion social tenga tambien una participacion organizada y cotidiana.

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